La víctima y el verdugo
- David Rodríguez Moreno
- 24 mar
- 2 Min. de lectura
Hay un papel que muchas personas interpretan sin apenas darse cuenta. Es el papel de la víctima perpetua. No lo eligen conscientemente, pero acaban instalándose ahí, como si la vida no ofreciera otra alternativa. La narrativa se repite: "todo me sale mal", "la vida me castiga", "tengo muy mala suerte". Pero estas frases no describen la realidad o al menos no toda la realidad: describen una identidad asumida. Lo más inquietante es que muchos de los que adoptan este rol ni siquiera son conscientes de que lo están haciendo. Viven dentro de una película autoimpuesta, con un guion que repiten día tras día, convencidos de que así son las cosas. Y cuanto más tiempo pasan en ese papel, más difícil resulta salirse de él. La identidad victimista se endurece, se normaliza, se convierte en su forma de existir.
Este victimismo no es solo una queja, es una forma de estar en el mundo. Se convierte en una estructura mental, una lente a través de la cual se filtra todo lo que ocurre. Poco a poco, la persona no solo siente que no tiene control, sino que deja de buscarlo. Y entonces, la indefensión se convierte en un estilo de vida. Y el problema no es solo el dolor, ni siquiera el fracaso. El verdadero problema es el hábito de atribuir todo a fuerzas externas, dejando que el azar o la injusticia configuren nuestra vida interna. Cuando eso sucede, uno queda atrapado en un personaje que no elige, pero que repite día tras día. Y salir de ese rol exige una intervención quirúrgica en la forma en que nos contamos nuestra historia. Requiere mirar con honestidad brutal cómo nos hemos identificado con esa narrativa de impotencia, y desmontarla. No se trata de negar el sufrimiento real, sino de dejar de usarlo como refugio o excusa.
La pregunta no es qué te ha pasado, sino qué haces con lo que te ha pasado. Cambiar la narrativa no es mágico ni inmediato, pero es posible. La identidad no es un destino inamovible sino que se puede revisar, reformular y reconstruir.
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